jueves, 6 de septiembre de 2007

De muy chico era la punta meridional del continente; la gente me visitaba con relativa frecuencia. Tenían sus áreas de preferencia en mí y también hacían algunos planes a largo plazo para mi desarrollo. La primavera traía flores y frutas que la estación fría a su vez retiraba con el cuidado de quien desarma un árbol de Navidad.

Durante la segunda década de mi estadía en el mundo me fui erosionando hasta convertirme en una larga península. Quién sabe cómo ni por qué las visitas se redujeron un poco y los planes a largo plazo se convirtieron en vacaciones planificadas o fines de semana largos. Algún feriado. Las flores crecían como siempre y las frutas reventaban de salud como nunca antes. Cuando la gente comenzó a apropiarse de ellas indiscriminadamente decidí erigir una cabina de peaje en el extremo continental de la península. Era necesario y, aunque al principio la medida me parecio más bien drástica, no lo dudé demasiado antes de ponerla en funcionamiento. Con el tiempo entregué algunas zonas en concesión para conseguir alguna utilidad de mí mismo, pero en breve estas zonas fueron saqueadas impunemente y al cabo de unos años ya no crecía ninguna fruta en toda la extensión de la península. Tan pronto como vinieron los concesionarios a explotar mis recursos, se fueron luego de agotarlos. Algunos exigieron indemnizaciones.

Apenas pasada la primera mitad de mi segunda década comencé a desligarme del continente hasta ser una isla pequeña, un punto de color ocre al costado del extenso verde que en los mapas distingue a la tierra firme del azul de mares y ríos. Las flores aún crecen aquí y allá, obstinadas, y el escaso fruto que todavía dan unos pocos setos y arbustos es amargo como la misma peste. Y ya no viene la gente de fuera. A veces, no obstante, algún náufrago o algún ermitaño harto del continente llegan y se quedan un tiempo e incluso plantan fruta, que de tanto en vez brota dulce de la simiente amarga.

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