viernes, 3 de agosto de 2007

Un escritor empieza una historia sin saber cómo seguirla.

Imagina que un hombre está parado en una esquina, esperando que el semáforo cambie a su favor. Aquí es cuando debería suceder algo, pero -piensa el escritor- aún no, es muy pronto, dejemos que el lector se halle envuelto por el suspenso y decide que el hombre cruce la calle en silencio, con sus manos embutidas dentro del sobretodo, su boca azulándose en el frío casi supernatural de una mañana de julio, tan fria que el silbido de la canción que llena al hombre no logra abrirse paso por entre medio de la contracción muscular de los labios para salir al exterior.

¿Qué pasaría si el hombre, en esta instancia, cruzara sus ojos con los de una bella mujer? -considera el escritor- aunque, claro, está visto, no es así como se conocen hombres y mujeres -vacila- y no obstante mi trabajo no es describir la realidad que, en todo caso, se puede declarar obvia o intangible, pero siempre ajena a toda descripción literaria que valga la pena. Por lo tanto, podría cruzarse con esa mujer, sí... ¿Por qué no? Aunque ella no lo mira. Tiene los ojos celestes fijos más allá de todo. ¿Llora? No, claro que no, a mi personaje no le gustan las lloronas, eso es de película de Humpfrey Bogart, la pobre mujercita en apuros, etc... Bah, al diablo con la idea, no habrá mujer y listo.

El hombre sigue caminando.

Los edificios lo miran indifer... no, pero claro, los edificios no "miran", no tienen ojos, no... si, ya sé, licencia creativa, en fin... pero no, no me gusta.

La calle cruje pliegos invisibles bajo sus zapatos negros. El hombre se hunde en reflexiones y... ¿Qué piensa? Hm, buena pregunta. ¿Qué piensa? ¿Qué piensa un hombre reflexivo? -duda el escritor. ¿Y qué pensaría yo? Ah, pero: ¿Quién dice que yo soy un hombre reflexivo? Razonable, quizá, pero reflexivo...

Y entonces, harto de tanta tribulación, el escritor toma la decisión de dejar de ser relator y ser, en cambio, relatado por la historia. Se entrega a la fluidez de los hechos, los escribe de un modo febril, alocado, demente. Está poseído por la historia de tal modo que pierde noción de todo lo que sucede fuera de ella durante horas y horas.

Al caer la tarde ha terminado su relato.

Lo lee y decide que la historia, no conforme con ser llanamente imbécil y estar pésimamente escrita es, por mucho, intolerable. Es hasta abominable, si se quiere.

Por supuesto, el escritor tira al cesto las ciento veintiséis páginas que ya, a esta altura de los hechos, le resultan apenas menos que vomitivas.

Luego se sienta a mirar televisión y morir despacito.

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