lunes, 4 de junio de 2007

Pobre todo aquello que ya se ha ido y jamás recordaremos.

Acaso no haya sucedido en vano: puedo pensar que todas estas memorias extraviadas son un marco digno para los recuerdos activos, como es la infantería sacrificada para gloria de los generales que siempre miran la guerra desde lejos.

Pero me angustia un poco pensar en el valor individual de los sacrificados:

Una buena idea equivale a un joven mecánico que ha dejado en casa a su esposa de algunas semanas para unirse al combate. Lo matan esquirlas de metralla que ingresan al cuerpo por su yugular y lo desangran hasta secarlo.

Una melodía hermosa cuando uno no tiene dónde anotarla es una enfermera de edad ya avanzada. Ella se ha ofrecido voluntariamente a asistir a los heridos en la batalla, y en tales menesteres muere con una bala incrustada en el cráneo, disparada imprudentemente por algún soldado aterrado e inexperto de su mismo batallón.

Bellas palabras en un poema olvidado son como ese hombre de orígenes humildes que ha servido durante años al ejercito. Su cuerpo robusto sucumbe ante la explosión de un proyectil de mortero. Estaba a la peor hora en el momento exacto, como dicen.

La historia de cada hombre y mujer es un cementerio repleto hasta los bordes con las tumbas de estos soldados desconocidos, caidos de la guerra que sucede entre la cuna y la mortaja.

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